JUBO
Soy un niño y soy un
viejo,
Entretengo y
empobrezco;
Cábalas tendrás que
hacer
Para saber quién
puedo ser.
El juego.
Aboca a la replaceta desde su casa atraído por los gritos y
las risas de la mañaquería; contempla, silente, las evoluciones de los demás
infantes en sus juegos…, y en sus marrones pupilas implora un hueco a ocupar.
Quiere jugar. No le importa, si se juega a la pídola, ser siempre quien
“amogue”, doblado su joven espaldar y amasados sus lomos por las manos y los
nudillos del resto de la chiquillería; si a la correa por detrás, quien la vaya
siempre a buscar, recibiendo en la búsqueda duros zurriagazos traicioneros y
algún que otro hebillazo involuntario a causa de las prisas; si al levanto la maya,
quien se quedará siempre. Él… No le importa que se burlen, amparados en su
corto tamaño y escasa habilidad. Pero ¡quiere jugar!
Y así lo expone:
-¿Jubo?
-¡No! –La ya
habitual respuesta viene a menudo acompañada de varios gestos despectivos.
-¿Jubo yo? –vuelva
a intentar a las primeras de cambio.
Se “quedará” todo
el tiempo que haga falta al juego que sea, aguantará golpes y patadas, insultos
y vejaciones, tropezones y caídas… Se “quedará”… Y se queda, pero sin jugar.
-Tú no, qu'eres mu
chiquitajo.
Amilanado, amaga
la testa y se dirige a sentarse sobre el largo poyo granítico de la placeta,
donde absorben las viejas y viejos del barrio los rayos del sol mediterráneo
para caldear sus reumáticos huesos, y donde también las niñas juegan, hablando
fingidamente a sus muñecas. Desde allí, con los hombros caídos y las menudas
manitas entrelazadas, como en oración, acecha el desarrollo del juego a la
espera improbable de que sea preciso el concurso de uno más, él, para completar
el cuadro del juego. Si algún niño se marcha, habitualmente requerido por los
fieros gritos de su progenitora –sorprendente sería por otro motivo-, rápido se
alza y ofrece con tímida vocecita envalentonada:
-¿Jubo?
-¡Que no, mengajo!
Y cambian de juego
para no verse obligados a aceptar el ofrecimiento del chiquillo.
Y él, de nuevo a
sentarse en el poyo que brilla de resobado por los traseros que han hecho de él
su asiento durante cientos de años; por lo menos milenta.
-Si quieres jubar
conmigo a las casicas, tú serás el padre.
-No –rechaza
rotundo la generosa propuesta de una niña aún menor que él, sintiendo cómo algo
duro y pastoso al tiempo le asciende desde el pecho hasta la garganta, y una
fina película acuosa empaña sus ojos grises; contenidos los sollozos con
penuria.
“¡Que tavía soy
pequeño…, que tavía soy pequeño!... Pero ya creceré… y entonces ¡veremos!...,
ya veremos si me van a dejar jubar o no…”
Y continúa
mirándoles... a los demás chiquillos, embutido en inmensos deseos de
crecimiento, aguardando su momento.
Y aquella niña,
con un lacito azul que recoge su cabello azabache en una graciosa cola de
caballo, se aparta de él con un mohín de desdén de su respingona naricita,
mientras acuna a su muñeca entre los brazos. Buscará otro padre.
Él sigue
esperando, gozando entre tristeza anticipadamente del juego por la vista, y de
vez en cuando, sólo de vez en cuando, deja sentir su vocecita como un añejo
recordatorio:
-¿Jubo yo?
El sol inunda la replaceta
toda mientras la respuesta a la pregunta del niño viene forjándose en el
tiempo.
*
“Rilato premiao con una riconocencia en el XX Certamen
Lliterario en Murciano (2012)”