jueves, 11 de junio de 2009

EL FUGITIVO

EL FUGITIVO

Los niños que se fugan las clases serán en el futuro buenos novilleros.



El chiquillo surcaba el curso del río explorando cada laguna y cada regajo a fin de capturar, o al menos intentarlo, un pez, rana, cuchareta o galápago. Arroyo arriba, abandonados tras una junquera, zapatos, cartera y calcetines. Con los tiernos pies descalzos, recorría el moribundo riachuelo que su imaginación transformaba en grandioso océano allí donde sólo reposaba un charco incomunicado, o en espeluznante catarata donde brincaba un diminuto salto de la corriente.

Un sonoro chapulleo sobre las tersas aguas de un balsón le incita a dragar todo el fondo legamoso a la búsqueda del causante: una escurridiza ranita de verde camisa manchada de légamo.

Tumbado sobre el césped fresco de la ribera hace recuento de las inestimables piezas vivitas y coleando cobradas, que más tarde volverá, devolverá a su hábitat original. Las entresaca delicadamente del bote de hojalata que descombró de entre los restos de la última riada, para usarlo a modo de pecera: tres galápagos, de los cuales el más pequeño es ya su favorito por tener los colores del caparazón más vivos; un sinnúmero de renacuajos, varias ranitas, y un pequeño y feo sapo que se bufa al tocarlo; y algunas carpas medianas que capturó sólo sirviéndose de las manos, hurgando en sus cubiles subacuáticos. Recostado contra la mullida hierba, escucha los melodiosos trinos de los gafarrones y las caberneras que se llegan hasta la corriente del río a reparar su sed, mientras intenta remedar sus cantos con nulo éxito: sólo consigue que las canoras enmudezcan. Mira el vuelo sostenido de los apagacandiles y libélulas y caballitos del diablo; observa los descensos hasta la superfiicie del agua para capturar insectos, de un pequeño chichipán que se oculta en un zarzal ribereño; sonríe contemplando a los pececillos cómo degluten las migajas de pan que les arroja de su bocadillo para el recreo: probablemente se lo echará todo sin ni siquiera darse cuenta.

En la escuela, en aquel momento, bien podían estar pasando lista. Cuando don Antonio, el maestro, pronunciase su nombre en el repaso diario de la nómina, ninguna voz respondería: "¡Presente!"; el maestro volverá a repetir el nombre del, al parecer, sordo y mudo rapaz y luego demandará a la chiquillería dónde se encuentra el ausente. Al cabo, con la aplicación del terror amenazante surgirá la verdad.

-Se ha fugado la escuela, don Antonio -habrá de reconocer un chico pecoso y pelirrojo que se ve solo en su banco, sin pareja, y en su respuesta se incrustará el deseo cómplice de emular al infractor.

-¿¡Que se ha fugado...!? -evocará incrédulo el ayo- Muy bien; pues le pondré una falta..., y un cero..., y ya le arreglaré yo las cuentas al novillero cuando venga. Decídselo de mi parte cuando le veáis... Y ahora, poneos a hacer un dibujo de Nuestro Señor Jesucristo en la Santa Cruz... ¡Y no hagáis ruido ni habléis!

Y entrelazando sus gordezuelos dedos sobre su orondo vientre antideportivo, descabezará una siestecita en su pupitre real, haciendo honor al alias con el que los alumnos revoltosos le motejaran: el Dormijoso.

El infante continuará brincando la corriente, saturándose de naturaleza, ajeno a las iras que despierta en su educador. Y hasta es posible que se dé un chapuzón en algún estanque en honor a su craso maestro.

Pero el graso cerebro de don Antonio ya no sueña con la infancia perdida, ¡tantos los años que la dejó atrás!, sino con la aprobación de unas oposiciones, que le roban el sueño, que le permitirán abandonar el pueblo provinciano en favor de, aunque sólo sea, una capital de provincias o una ciudad comercial; tanto como en favor de sus actuales alumnos.

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