AMOGA
¿Quién se atreve a saltalla,
sin suelo tras de la valla?...
-¡Amoga!
Es el oscurecer en mi calle. Los chicuelos recién acaban de cenar y, como una pequeña avalancha sincrónica, riegan la placeta con sus gritos y alborozo. Y la triste plaza, pobremente iluminada, parece rejuvenecer.
La piola es casi su inevitable juego nocturno por consenso general.
-¿Hechamos una piola? -lo dicen, con hache, del verbo hacer; pues eso es lo que piensan hacer.
Alguien saca de alguna parte ignota del suelo una piedra chica -ha de ser minúscula en sus proporciones, aunque no en exceso-, con lo cual se convierte automáticamente en salvo, quedando excluido de quedarse, libre del lance del azar; amén de convertirse en la "madre", el director del juego, quien indicará qué y cómo será el juego.
-¡China!... ¿Quién me la compra? -exclama la madre.
-¡La compro! -grita otro, adelantándoseles al resto, convirtiéndose así en el segundo en saltar, tras de la madre o prime-. ¡Segun!... ¡segun!... -ensalza su alegría.
-Doy china -dice otro, con lo cual gana oportunidades para quedar salve. Después oculta ambas manos tras de la espalda para mostrarlas al poco conversas en prietos puños, de modo tal que un buen observador podría descubrir inmediatamente en qué mano se oculta la piedrecita, pero él la cierra tanto para evitar que nadie pueda vérsela por los resquicios del puño.
-¡Aquí! -le golpea uno en uno de los puños-... ¡Salve!; ¡terce!
La piedra, su acierto o fallo, decide las posiciones y quién amogará..., el último que tenga la china en su poder luego de haber pasado todos la prueba de elección, excepto claro, la madre y el segundo o segun.
-¡Fallaste, que la tengo en la derecha!... ¡Cuarto!
-...
-¡Te quedas!... ¡Amoguinche! -gritan al que ha de amagar. Y después se escuchan una serie de frases hechas, dichas por la madre, que el resto repetirá a medida que salte, como el rezo de un rosario.
-A la una, la mula.
-...
-A las dos, la coz.
-A las tres, la culá de San Andrés.
-A las cuatro, las uñicas de mi gato.
-A las cinco, mi mejor blinco.
-A las sais, lo que queráis.
-A las siete, salto y pongo mi caramochete.
-A las ocho, salto y recojo mi bizcocho.
-A las nueve, me monto en mi burrica y bebe.
-A las diez, la traigo de beber.
-A las once, las campanillicas de bronce.
-A las doce...
Y cuando se acaba la retahila, vuelven a empezar; sólo si el que amoga se encuentra harto de tal función y la madre aprecia en él un pronto abandono por hastío, cambian de juego. La madre grita entonces:
-¡Estatua de la Libertad! -y todos permanecen inmóviles; hay siempre quien hasta imita la pose de la estauta de New York. El último en adquirir la posición estática o aquél que se ha movido durante el tiempo de quietud establecido, amogará ahora. Pero casi nunca queda claro quién fue en este lance, y la madre ha de probar de nuevo otra argucia.
-¡Pisapapeles! -Todos brincan como posesos hasta que la madre suelta-: ¡Basta! -y acto seguido se comprueba por consulta general quién se detuvo el postrero. Las opiniones de la madre y del amogante son siempre capitales. Si nadie se rezagó más que los demás, se intenta de nuevo con otra triquiñuela el recambio de víctima.
-¡Enchufa ranita! -De donde hay que colocar un dedo rápidamente sobre la espalda del amogante, ya que el último en hacerlo pierde. Hace falta mantenerse próximo a la madre en todo momento del juego.
Y así, hasta que surja alguien para sustituir al que amoga.
-¡Amoga!...
Y la luna les contempla cariñosa con su único albo ocelo desde lo alto del campanario de la Iglesia de La Soledad, celada tras de la gris veleta y el herrumbroso e inútil pararrayos, pues ella también les tiene un poco de aprensión a los niños.
FIN
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