sábado, 2 de mayo de 2009

DE LA TIERRA (cuento)


DE LA TIERRA
Pasa la vida tumbado,
por todos pisoteado.
El suelo
Negra me bajé a la tierra
y verde me levanté,
alcé los ojos al cielo
y de flores me llené.

El haba.

(Adivinanzas populares)

Con un brioso golpe, Paco clavó el hacha en la carne leñosa del árbol caído que
troceaba, y se restregó con fuerza las manos, arrojándose vahor sobre ellas en un vano
intento por calentarlas. Se las observó, recorriendo con la mirada los caballones que
formaban en sus extremidades sarmentosas, entre el enmarañado y negro vello, las
venas azuladas y los recios tendones; las uñas atoradas por partículas térreas, y las
palmas cubiertas de callos, endurecidos y rugosos. Y terrosos. Miró también las raíces
del árbol podrido que acababa de arrebatar a la tierra, la raigambre se resistió duramente
a desprenderse de la soca y tuvo que emplear con saña la picola, hasta que mutiló al
tronco de sus tentáculos subterráneos. Después, con unos enérgicos empujones a un
lado y a otro, consiguió al fin tumbarlo.
La mañana era muy fría, el helor se abría fácil paso al través de la amplia y liviana
vestimenta de Paco. Fue de su padre aquella ropa, y según sus convecinos le sentaban
como un serón. Sólo el duro ejercicio físico le mantenía caliente y, tal vez, vivo.
A la muerte de su padre, de eso hacía ya cuatro años, él, con sólo una docena se
había tenido que hacer cargo de las siete fanegas y medio celemín que les quedaba a su
madre y a él como único medio de subsistencia. Ahora, con dieciséis años, no recordaba
haber hecho otra cosa en su corta vida que no fuese trabajar aquella dura tierra, para
extraerle, a costa de múltiples cuidados, lo imprescindible para ir tirando.
Un par de pardales se internaron entre la fronda de un albaricoquero en alegre juego
de revuelos. Entre saltos y cabriolas piantes se encarrucharon hacia la casa por la cuesta
arriba, para disputarle al averío doméstico el grano.
Viendo la altura del sol, en su cénit, que piadosamente comenzaba a calentar
tímidamente, concluyó en que sería ya próxima la hora ansiada del almuerzo.
-¡Paquico….! ¡Súbete, que ya está la comía!...
Las voces de su madre le ratificaron en su acierto en el cálculo horario.
Limpió cuidadosamente las herramientas y las ocultó entre el amarillento ramaje de
un albaricoquero. Cruzó el bancal diagonalmente y ascendió por la cuesta, golpeándose
los pantalones y la camisa para liberarlos del polvo depositado en ellos durante el
trabajo, también se arrancó algunas hierbas espinosas que se le adhirieron a la ropa.
En lo alto de la cuesta se erguía el viejo caserón que les albergaba. Con su balsa, para
regar los bancales de la derecha del casón cuando el agua de la acequia faltaba o aún
faltaban días para que le llegara la tanda, ya que aquí cultivaba los productos
consumibles en la casa; en esta balsa se deslizaban grácilmente unas sucias ánades,
terriblemente escandalosas a la menor molestia de cualquiera. Con sus ancestrales pinos
carrascos frente a la vivienda, proyectando su gruesa sombra sobre la replaceta, casi
siempre asoleada, cuyos troncos no lograban abarcar en su anchura dos hombres
tomados de las manos. Con su verde emparrado sobre la puerta principal, paraíso de
frescor en las tardes bochornosas del estío, momento de reposo y cena. Y, sobre todo,
con su grandioso tilo de aromáticas flores albas que lucía el anchurón situado junto a la
casa; gracias a él, nunca faltaba una taza de tila que viniese a sustituir al encarecido
café. Pues Paco odiaba la malta, usual sucedáneo del café en la zona.
Cuando coronó la cuesta, vio la diminuta mesita frente a la casa, en el lugar más
limpio y soleado. Se dirigió a la balsa para lavarse cara, cuello y manos. Los patos, que
rondaban cerca, se lanzaron a las turbias aguas ante su presencia. Paco se reclinó ante
un hueco dispuesto para el lavado de ropa y vajilla y, apartando por costumbre las aguas
someras con las manos, se las frotó enérgicamente usando a manera de económico jabón
la tierra lodosa cercana; con las palmas ya limpias, se restregó el rostro polvoriento de
polvo reseco en la sudor cuajada.
Luego fuese a sentar a la mesa, dispuesta con dos sillas bajas. Sobre la tabla se
coloreaban, el pan de carrasca hecho de un mes para otro, unos tomates rojos en sazón,
sazón fuera de tiempo, y algunos pepinos, a los reflejos tímidos del sol.
Poco más tarde salía su prematuramente avejentada madre con la sartén de
humeantes migas, plato casi obligado en todo el pago mientras durase el mal tiempo, y,
a veces fuera de él, aprovechando cualquier contingencia lluviosa o fría para destacarlas
sobre la mesa.
-Son de panizo, como a ti te gustan –explicó cariñosamente la buena señora a su hijo.
Comió Paco las gachasmigas en silencio, luego de una breve bendición de la mesa
por parte de su madre, reconcentrado en sus pensamientos. Los patos, chillones, se
aproximaban a las inmediaciones de la mesa para disputarse las jugosas pieles de
pepinos que les arrojaba la anciana señora.
Cuando Paco le hablaba a su madre de vender las escasas tierras e irse a una ciudad,
cualquier ciudad, la mujer protestaba como si se le pidiese dejar la fortuna segura por la
incierta conquista de unas tierras salvajes e incultas. ¿Y dejar a la buena de Dios las
tierras que su padre cuidó durante toda su vida?... ¡Qué ingratitud!... Ni hablar del
colorín. Pues sí que estaría bien la cosa.
Paco ya se había resignado a su sino. Tendría que aguardar la muerte de su
progenitora para poder escapar de aquella tierra opresora. Algunas veces ¡Dios le
perdonara! No podía evitar el pensar con agrado en esta muerte liberadora. Por difícil
que fuese la vida fuera de allí, él se abriría paso con la lucha del desesperado; nunca
resultaría tan ingrata como la inútil lucha diaria contra la dura y maldita tierra.
Terminado el almuerzo se lio un cigarrillo. Hacía poco que fumaba, bajo el tácito
visto bueno de su madre; fumar era una manifestación de hombría y responsabilidad.
¡Vaya por Dios, apenas sí le quedaba tabaco!... Y todavía faltaba más de una semana
para que llegase el primer domingo del mes siguiernte, único día en que bajaba al
pueblo para tomar unas copas con sus escasos amigos, tan jóvenes y falsamente
maduros como él, comprar su paquete de tabaco granuloso y pasear por la Gran Vía
requebrando a los grupos de zagalas que paseaban lindamente vestidas al sol. Esta era
su exclusiva oportunidad de esparcimiento agradable: marchar con los amigotes
diciendo piropos que hacían enrojecer por su osadía a las muchachas.
-¡Tía buena!... ¡Jaquetona!...¡Estás más buena que el melocotón en almibar!...¡Nena,
estás como un tren; pero yo te paraba y me montaba!
Y los tres mozos se regocijaban del pudor de las féminas con gruesas risotadas
inocentes. Digo tres, ya que en estas pobres correrías se hacía acompañar siempre por
Enrique, el hijo del Pacolón, apodo resultante del aumentativo del verdadero nombre, y
de Andrés el Chuscos, apelativo con origen en los enormes bocadillos que devoraba
como si de aperitivos se tratara. Estos dos individuos eran como él, por otro nombre el
Siemprevivo -¡Dios sabría por qué!-, gente campesina de gran ilusión vital regida por el
instinto de sus sencillas pasiones, intuitivas.
Otras veces, cuando se echaba al monte con la escopeta al hombro para cazar conejos
o lo que fuera, se sentía feliz al creerse un churubito de la ciudad que sale al campo de
caza un domingo. Pero al final se imponía en su consciencia la necesidad de sacarle
partido a los cartuchos que empleaba y, esto, aguaba la fiesta.
Ilusiones… La realidad era que tarde o temprano tendría que volver a la tierra para
entregarle su tributo de desbordante energía juvenil en improductivo esfuerzo.
Miró con desaliento la colilla del cigarrillo, que empezaba a quemarle los dedos, y lo
arrojó al suelo con gesto de fastidio. ¡Maldita sea!... Luego lo pisó, triturando con saña
la punta incandescente, arrastrando una línea de hollín por la tierra.
Se levantó de la mesa y se dirigió a la trasera de la casa, a los corrales. Arrastró los
pies por el suelo de paja, que hedía a excrementos y orines de los animales domésticos;
en esta pequeña pieza salitrosa residía el viejo asno, al cual un innúmero cortejo de
moscas devoraba lentamente sin aparente malestar de la bestia. En la habitación vecina,
si es lícito así llamarla, se hallaban las conejeras y el gallinero en confuso desorden.
Esturreó el contenido de las pesebreras por el suelo ante la mirada indiferente del
animal.
-¡Quieto, Lucero! –le instó, aunque el jumento no hiciera el menor asomo por
moverse. El nombre le venía de un lunar de pelo cano que lucía sobre la frente peluda.
Desasió la soga que sujetaba al burro a un arco de madera incrustado en la mugrienta
pared de barro, y tiró de la cuerda-ramal para sacar al dócil cuadrúpedo a la luz.
-“Amos”, Lucero; que “ties trebajo”.
Lucero siguió en pos de Paco por la inercia y la fuerza de la costumbre; cualquier día,
y en el momento más inesperado, se iba a quedar, a caer muerto, el pobre animal. A
Paco le molestaba sobremanera hacer trabajar al burro al final de su dura existencia,
pero no le quedaba otro remedio. Aquella tarde, el asno tenía que sacar de los bancales
los árboles que él desenterrara en la mañana. Cuando cruzaban la placeta, vio a su
madre que iba con la vajilla sucia del almuerzo a fregarla a la balsa. ¡Pobre mujer…,
qué pocas satisfacciones le dio la vida!... Claro que… las mismas que a él mismo.
Bajó la cuesta despacio en precaución de que la burra diese un traspiés. Al fondo, los
árboles se desplumaban cual aves a las que les ha llegado la época de la pelecha. ¡Qué
tristes aparecían los albaricoqueros desnudos, sin sus trajes verdes de gala…! Sin flores
ni frutos, yermo el cuerpo. Guió al asno por entre los bancales asenderados, hasta llegar
a uno de los vetustos árboles arrancados a la tierra en la mañana; con una cuerda unió al
jumento con el madero muerto y le azuzó para que tirase. Flojamente tiró de la cuerda la
bestia, arrastrando en diversas posturas al árbol desarraigado, el cual iba acamando las
malas hierbas y los pollizos tiernos con su grueso tronco rezumante del último jugo
vital. Adiós a los manzanos que plantara el abuelo en otros tiempos más prósperos; no
más manzanas morallas, ni verdedoncellas, ni reinetas, ni invernizas, ni peros de alcuza,
ni… Sólo un manzano se alzaba orgulloso todavía, una especie de manzano del que no
había otro igual en todo el contorn ni en otro lugar conocido o de oídas, y del que nadie
había escuchado hablar jamás… Claro… que tampoco aquellas gentes conocían
demasiado sobre nada… Su fruta era jugosa y amarga, y siempre, siempre verde, como
a Paco le gustaba toda la fruta: verde.
Aplastó un insecto que deambulaba por su brazo, con furor. Alzó los ojos para
localizar al sol oculto entre los recios nubarrones que volaban por el cielo. ¡Qué lento
transcurría el tiempo!...; el sol estaba aún alto. ¿Y para qué lo quería más rápido?, si
después no tendría nada que hacer que mereciese la pena, atado a aquel terrero por su
destino. La madre tierra.

FIN

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