LA TÓMBOLA
Un recuerdo lejano
de humor cotidiano.
Eran fiestas patronales en el pueblo. Un niño pequeño, de unos cinco o seis tan sólo, andaba cogido de la mano de su padre por la calle principal de los barracones y tiendas de la feria al anochecer. Hipaba y berreaba escandalosamente ante la negativa de su papá de subirle en una de las atracciones. El padre se negaba alegando así:
-Elige lo que quieras menos eso. Eso no.
Mas el niño no entendía la negativa, ya que el entretenimiento deseado por él no revestía ningún peligro y, además, era completamente gratuito.
-¡No!..., yo quiero montarme ahí.
Y el padre de corazón duro seguía sin acceder al deseo específico del infante.
-Tú eres tonto, hijo; ahí no se monta la gente, nadie…, ni niños ni mayores.
-Pues yo quiero subirme –insistía entre llanto y sollozo el cabezota muchacho, rechazando las alternativas sugerentes que le ofrecía su progenitor: los caballitos, el tren de la bruja, los demás carruseles y hasta la noria; pero no, tenía que ser la tontería que a él se le había metido entre ceja y ceja.
El padre, una vez harto, crispados los nervios por el berreo lacrimoso y la pertinaz insistencia gutural de su hijo, al fin hubo de conceder su beneplácito y ayuda al estúpido antojo del crío.
-¡Está bien, te montaré!
El niño cesó de llorar rápidamente mientras se dirigían hacia la carpa de la atracción elegida. Frente a ella, el padre asió al niño y le sentó sobre el largo mostrador metálico de la barraca. La criatura se balanceó hacia delante y hacia atrá, raramente feliz, como si un oculto mecanismo le proporcionase un movimiento de vaivén continuo.
-Bueno, ya está bien –dijo el padre, sintiendo que eran blanco de las miradas curiosas de varias personas. Ya habían hecho bastante el ridículo.
El niño pidió:
-Papá, déjame que me dé otra vuelta en la tómbola.
FIN
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