EL DESCARRILAMIENTO
Atraviesa el corazón del cerro
Sobre largos patines de hierro.
El tren.
(Adivinanza)
Aquella mañana, de tempranera sonó la albolada del campanario, de todas las iglesias
de la villa, saludando a la fiesta solemne; era Pascua Florida. El sol chorreaba de luz los
muros calinos mates de las vetustas casejas del pueblo, alzamientos de persianas en
invitación; los pardales piaban alegres saltando sobre el flequillo de los tejados,
bostezos primeros del día; las hojas se sacuden las lágrimas derramadas por el relente de
la noche, llanto de parto del nuevo amanecer… Un día como otro cualquiera. El día de
San Sebastián, día de la mona de Pascua u hornazo: un huevo duro centrado, plantado
sobre una torta de harina cocida endulcorada… Un día.
En este día, casi todos los habitantes del pueblo salen en grupos vecinales, más o
menos numerosos, diseminándose por los contornos montuosos más próximos como
una plaga nubosa de langostas. Salen de gira. La Peñarrubia y el Túnel –férreo- son los
lugares más usualmente celebrados. A estos lugares, nosotros, mi familia, todos los años
vamos.
En las cestas reposan las monas de Pascua. Los niños reposamos un poco, antes de
comenzar la expedición concienzuda del terreno, pues el azagón de 3 kms. así lo
aconseja por mandato de nuestros padres. Ya listos todos los chicos del asentamiento
interino, puestos de acuerdo, partimos siguiendo el curso del río. Chistes y canciones
hacen ameno el camino desparejo, incómodo y abrupto.
A lo lejos, el puente de hierro se espatarra sobre el lecho del río, apoyando sus pies en
ambas riberas del río Argos, el los mil ojos, que dicen las leyendas griegas que era el
vigilante olímpico. Hasta él nos llegaremos si el tiempo no lo impide.
Agarbanzados los brotes de albaricoque, los almendros en granazón. Los ababoles
surtían entre las hierbas de los bancales. Hacia la parte del monte que lame al río, un
almendreral donde crecen la alhábega y la alhucema en profusa cantidad nos dirigimos
resueltamente.
El Puente de Hierro está sobre nosotros. Nos encarruchamos a lo alto del monte,
sabiendo que su corazón está hueco, perforado por el túnel del tren…, por el que pasa el
tren. Arriba se ve a flor de tierra un yacimiento mineral muy escaso; sólo dos conocidos,
aquí, en Cehegín, y otro en el Canadá. Este es escaso en mineral y de belleza no
destacable, pero junto a la carretera de Cehegín a Caravaca, o viceversa –en realidad la
carretera cruza, parte al yacimiento por el medio-, se encuentra otro de gran perfección
en los cristales únicos de este raro mineral del cual silenciaré el nombre.
Abocada la Peña Rubia hacia el ferrocarril, saludaba su paso con vibraciones
menudas de sus rocas de duro granito más sueltas. Sembrada la ladera de
desprendimientos.
Y merendamos. Y luego, los niños buscamos alacraneras levantando las piedras, y
víboras, y lo que fuera. Niños, ni se os ocurra acercaros al túnel, y no os vayáis muy
lejos. Sin decirlo, sabíamos que en caso de no obedecer entraría en juego el manejo
hábil materno de la zapatilla.
Vamos por aquí, dando una rodea, que no nos verá nadie. Nos la vamos a cargar.
Quien no venga, que sea un rajao, por lo menos que no vaya a tener la mala leche de
chivarse a nuestras madres encima.
Y enfrente teníamos la boca oscura del largo –para nosotros- túnel, con un diminuto
punto de luz blanca al fondo, remoto. Fue mi primera prueba de valor. Se asemejaba a
un gran alcabor sin horno, por lo negro y tiznado de su corazón. Nos asomamos al
boterno, al boquerón del túnel, sin atrevernos a penetrar en su penumbra, no por miedo
a la oscuridad reinante, sino por el respeto de obediencia hacia nuestras madres. Pero
las reglas se hicieron para romperse –hecha la ley, hecha la trampa-, y al poco nos
encontrábamos caminando en equilibrio por encima de los ráiles (aún no es hora de que
pase ningún tren, qué nos puede pasar) viendo cómo la boca de luz a unos 300 metros o
así se agrandaba paulatinamente, primero imperceptible y luego de manera evidente,
hasta que abocamos a la salida o entrada o puesta, según se mire. Recorrimos varias
veces el trayecto del túnel intentando vislumbrar en las escasas posibilidades un medio
de esparcimiento. Los huecos abiertos en las paredes para la salvaguardia de las
personas a las que les pillara el tren mientras estaban cruzando a través de él, con su
funerario aspecto y velado negror, causaban temor y desasosiego en nuestras
desamparadas cabezas.
No recuerdo de quién partió la idea; igual pude ser yo mismamente. Por qué no
ponemos un montón de piedras en medio de la vía para que descarrile el siguiente tren
que venga… Ni cómo fue secundada la criminal ocurrencia. No podemos hacer eso,
sería un asesinato. Y a sangre fría. Sí, y de mucha gente. Nadie se va a enterar. Es un
disparate, tú. Quien no tenga redaños que lo diga y se vaya… Tú estás loco. Quién se va
a enterar de lo que hagamos.
Insultos de parte de quien desea perpetrar el acto, justificaciones de moral para quien
se ve tachado de cobarde…
Se haría. Elegimos una piedra de tamaño algo mayor que uno de nuestros puños. Tan
pequeña, pasará totalmente desapercibida. La colocamos sobre uno de los rieles de la
vía, la cubrimos con un puñado de broza como llegada allí debido al arrastre del viento
para que no fuese vista la roca por el maquinista de la locomotora –toda precaución era
poca-, y nos volvimos con nuestros familiares. Dónde habéis estado; seguro que han ido
al túnel de la vía. A saber qué habrán hecho de malo estos belitres del demonio.
Una hora más tarde ya estábamos todos los grupos familiares campestres en camino
de regreso al pueblo, hacia Cehegín. Entonces se escuchó el pitido del tren que
habíamos estado esperando oír en el corazón de nuesrtas conciencias culpables, el tren
de las seis de la tarde al acercarse al Puente de Hierro, cuando nos hallábamos a un par
de kilómetros de distancia de la carretera de hierro. Los niños, no todos, algunos, nos
miramos cómplicemente y volvimos la vista atrás siguiendo con la mirada el curso del
río Argos corriente arriba. El tran ¡de pasajeros además! Cruzó el puente y penetró, se
veía en la lejanía, inmediatamente en el túnel. A la salida de él, al otro lado del monte, a
unos doscientos metros le aguardaba nuestra trampa mortal Sabíamos que con la
oscuridad no sería vista nuestra piedra hasta ser demasiado tarde. Niños, no os quedéis
atrás y tirar para adelante. Seguimos andando.
Para todos, la noche fue una pesadilla poblada por los gritos y llantos de los viajeros
de aquel tren de la muerte, sepultos sus cadáveres entre los restos de los destrozados
vagones.
Amaneció un nuevo día y cada uno de nosotros, los chiquillos, hicimos por buscar al
resto de los involucrado en el crimen en cuanto nos fue posible, recabando noticias
sobre el “accidente” ferroviario del día anterior. Parecía mentira de todas todas, nadie
había escuchado nada al respecto. Era raro. Qué hacer…
Tras comer a mediodía desganadamente, nos reunimos todo el grupo y resolvimos
unánimemente (la conciencia nos atosigaba por igual) regresar esa misma tarde al túnel
para verificar si hubo o no accidente. El criminal siempre regresa tarde o temprano al
lugar del delito.
Cuando fuimos en la vía de nuevo, todo mostraba un aspecto de lo más normal: no
había piedra alguna sobre los rieles (era de esperar), pero tampoco tren volcado. Me
imaginé a la poderosa locomotora ajorrando nuestro pobre obstáculo fuera de la vía.
Seguro que alguien ha pasado por aquí después de irnos ayer nosotros y nos ha quitado
la piedra. Tal vez. Mejor así.
Nos fuimos, a ninguno se le ocurrió volver (en lo que yo sé, jamás en toda su vida) a
colocar una nueva piedra en las vías del tren ni para partir un piñón tan siquiera. Ni a mí
tampoco.
FIN
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