EL ALFILERILLO
Bicho cobarde,
ni come chicha ni carne.
Refrán
Ocurrió en un lugar de La Mancha, cerca de Chinchilla, en un año cualquiera durante la dictadura franquista, en una finca anónima, durante la época de recolección de las mieses.
En verdad que no eran precisamente opulentos los jornales que percibían los segadores, gente de paso, inmigrantes, trashumantes, en aquellos tiempos; ahora, las máquinas suplen a los jornaleros. De una jornada de casi doce horas de trabajo duro diario, había que descontar de la paga bruta la manutención, que corría a cargo del patrón ineludiblemente. Una lebrilla de gazpacho manchego insulso y varios panes caseros descomunales, de los llamados de carrasca, bastaban, según la apreciación de los patronos, para saciar las hambres atrasadas de aquellas gentes sin hogar fijo; menú que se repetiría a la noche. Pan con pan, comida de tontos, dice un refrán.
También había que descontar, por supuesto, el alojamiento que les ofrecía generosamente a aquellos aventureros sin lugar al que caerse muertos: un inmundo barracón destartalado, que ni para el ganado era adecuado, donde cincuenta personas o más -según la superficie de la finca o el volumen de la cosecha- habían de hacinarse, agavillarse, cada noche sin el menor derecho a la intimidad o a algún mínimo servicio higiénico privado. Para completar el triste cuadro, baste con saber que la mayor parte de los jornaleros llevaban a toda su familia consigo, mujer e hijos, y en algunos casos ancianos padres; también, qué duda cabe, las hijas.
Frío de noche y calor de día, sumados al hambre habitual, convierten a cualquier persona por encumbrada que fuere en miembro ferviente de esa secta de vividores a salto de mata bien conocida por sus mañas: el grupo de la picaresca. No surge otra opción que ejercer el florido oficio y arte de la picardía.
* * *
Tras de haber almorzado, serían sobre la una y media, el peonaje que no cabía en el interior del angosto y poco ventilado barracón, que cuando menos defendía algo del fuego solar, estaba empentado de espaldas contra las paredes en sombra del exterior, o tumbado desmadejadamente sobre las garberas de espigas trigueñas apiladas aquí y allá, producto del trabajo reciente. A aquella hora el barracón comenzaba a convertirse en un horno, y muchos de dentro lo abandonaban, ya que el hedor humano se hacía más insoportable que el inclemente sol. Fuera, la tenue brisa incorporaba una nota de respiro a los cuerpos sudorosos.
Dos jornaleros charlaban cansinamente; mientras, observaban a las aves de corral de la hacienda en sus evoluciones para picotear grano o gusanos que escarbaban en la tierra.
-¡Maldita sea, tú!, ¡no puedo aguantar más esta comida todos los santos días!... Yo soy de Murcia y no estoy acostumbrado a comer siempre lo mesmo una y otra vez.
-Ya te acostumbrarás -afirmó filosóficamente su compañero.
Eso lo dirás tu... Yo no lo creo -Ambos miraban fijamente el sucelento averío de gallinas, pavos y patos-. Hasta esos bichos comen mejor que nosotros. ¡Fíjate qué pechugazas que tienen!
-No quiero verlas.
-¡Si pudiéramos coger alguno...!
-¡Ni se te ocurra! Si el patrón te pilla... es capaz de meterte en la cárcel pa los restos.
-Tú lo has dicho: si me pilla. Pero a lo mejor es el mismo patrón el que me hace un regalo dándome alguna que otra ave -dijo para sí mismo el murciano ante la mirada de extrañeza de su colega.
-¿Qué tonterías estás diciendo?...
-Tú tiempo al tiempo.
* * *
Durante el mediodía de la jornada siguiente, la situación y escena venían a ser las mismas, con la única salvedad que representaba el bullicio de los críos que jugaban a la pídola, aun bajo un sol tan tórrido como lo fuera el del día anterior. Pero ya se sabe cómo son los zagales: culo veo y culo deseo, y bastó con que uno de ellos evolucionase inquieto, para que el resto sintiese una comezón que le impedía permanecer inactivo. Todavía no habían buscado la totalidad de las gentes refugio contra el lorenzo, y estiraban las piernas tras de lal frugal comida competitiva de costumbre; competitiva, ya que había que pugnar por introducir la rebanada de pan, a modo de cuchara, en el mojete mixto del lebrillo.
Algo apartado del resto, casi oculto de forma indolente tras de unas alpacas de paja, el murciano que el anterior día soñara ilusamente con el regalo de un ave de corral por parte de su patrono, observaba a un grupo de gallináceas -sólo gallinas y pavos, no había perdices- cómo se disputaban el grano que alguien había esturreado por el piso de un claro previamente.
Ese alguien había sido él mismo.
De pronto, uno de los pavos dio un grito agónico y ahogado, y torció su largo cuello en un espasmo malabar; volvió a gritar en un alarido estertóreo, y, dando un extraño e incongruente giro en el aire, cayó al suelo entre aleteos y pataleos convulsos, revoloteando algunas de sus propias plumas a su alrededor.
Si lo que el ave pretendía con sus gritos -en el ímprobo supuesto de que algo pretendiese- era atraer sobre sí la atención, lo consiguió sobradamente. Al poco, chiquillos y adultos de la más próxima cercanía se disponían en rededor del animal, que continuaba debatiéndose aún. Los peones del interior del barracón salieron fuera ante el tumulto ocasionado por sus compañeros de trabajo. El murciano, que se había alejado un tanto en principio, llegó de los últimos, a pesar de ser el primero en ver lo sucedido.
-¿Qué ha pasado? -preguntaban unos. Las mujeres preocupadas por la seguridad de sus hijos.
-Un pavo, que parece que le ha dado un patatús -contestaban otros, más enterados.
Pronto, también llegó el patrono apresuradamente, a pesar de sus rollizas carnes y oronda barriga.
-¿Qué pasa? -demandó autoritariamente.
Una abertura de acceso en el corro formado, para que el amo pudiese penetrar, fue la respuesta de los más cercanos.
-¿Qué ha pasado?... Decid -tornó a preguntar conminatoriamente.
-No sé... No sabemos... Nosotros acabamos de llegar y el pavo ya estaba así -le respondió una voz anónima.
-¿Alguien ha visto algo? -interpeló con menos altanería el patrón a los presentes.
Obtuvo silencio por respuesta.
En tanto que el señor se agachaba con reparos sobre el animal para examinarle, el murciano se abría paso lentamente entre el corro.
-¡La madre que parió al demonio traidos! -injuriaba el amo, seguramente a la mala fortuna.
-Patrón... -musitó alguien.
-¿Quién...? -miró el hacendado a los miserables de rostros sucios y tristes a su alrededor, encontrándose con la jeta expectante del murciano- ¿Qué?...
El de Murcia según sus propias palabras, carraspeó, se destocó de la boina y se rascó la cabeza por entre la escasez de sus cabellos.
-Verá usté, señor... Es que me parece que yo sí sé lo que le pasa al pavo -dijo el levantino volviéndose a colocar la boina.
-Habla -pidió sin suficiencia el amo y señor.
-Es que sucedió una cosa parecía en una granja en la que estuve trebajando hace tiempo, y el veterinario dijo que era la enfermedad del "alfilerillo". Ansí la llamó. Yo no sé qué quiera dicir eso, pero aquellos alimaluchos tamién se revolcaban de la mesma jorma que éstos de ahora de aquí.
El patrón dividió sus miradas entre el murciano y el pavo que se retorcía aún, aunque con menor energía.
-¿Y qué más sabes? -instó el señor al peón para que contase todo lo que supiera al respecto de la enfermedad- ¿Qué más dijo el veterinario en aquel caso?
-No me recuerdo mu bien, patrón -se disculpó el de Murcia con un ligero carraspeo-. El médico de animales dijo que aquello era una pidemia, pero que no solía durar mucho tiempo; pero que no se sabía de que hubiera alguna cura conocía.
"Una epidemia", pensó el patrón. "Claro, con toda esta gente tan guarra que viene... qué enfermedad no llevarán ellos encima".
-El patrón de aquel sitio le preguntó al médico -seguía diciendo el segador- si la carne de los bichos se podía comer, y le dijo que él le aconsejaba que no se la comiera, por si un caso; pero que no sabía de que nadie se hubiera muerto por comérsela, aunque... como se sabía tan poco de esa enfermedad...¿quién sabía?
El patrón quedó pensativo durante unos segundos.
-¡Conque el alfilerillo, eh!... -dijo, saliendo de su mutismo- Bien, tú, encárgate de enterrar al pavo lo más lejos posible -se dirigió al murciano-. Y mátalo en seguida, que no sufra más el pobre animal; que no tiene culpa ninguna.
Y con esto se fue hacia la casa principal, dando por finalizado el asunto. Por el momento.
El murciano, ayudándose de un palo, asfixió al animal quebrándole el cuello de paso, y cogiéndolo en brazos con afectados miramientos, tal como si portase una bomba de relojería a punto de estallar, se alejó con él campiña adelante seguido por las miradas atemorizadas de sus colegas. La gente, satisfecha su curiosidad, se desparramó, buscando de nuevo cobijo contra el solazo; sólo el hombre que el día anterior hablaba con el barriga verde permaneció viendo cómo aquél se alejaba más y más, siguiéndole poco después, cuando el resto había despejado el campo. Allí había gato encerrado.
Halló al murciano tras de una loma, lejos de las edificaciones. Cómodamente sentado sobre un talud, se dedicaba a desplumar al pavo con escaso éxito.
-Acércate -le invitó el de Levante al descubrirle.
-¿No lo vas a enterrar, como te ha dicho el amo que hagas? -preguntó cándidamente el llegado.
-¿Enterrarlo?... ¡Qué va...! Lo que voy es... a comérmelo.
-Entonces, ¿no está enfermo?
-Ni hablar del peluquín, éste está más sano que tú y que yo juntos.
-Ya me parecía a mí que había algo raro en todo esto. Era mucha casualidad que se jiñara el pavo cuando ayer hablábamos lo que hablamos... ¿Cómo lo has hecho?
-¿Cómo?... A lluego te lo explico. Ahora, lo más importante es, que, ya que has venido..., que te lleves el pavo ascondío en tu chaqueta por ande no te puá ver naide, y te lo lleves a angún sitio en el que esté bien juardao. A la noche lo pelamos y nos lo comemos lenjos de los emás. Yo gorveré a la casa como si ya lo hubiá enterrao, dentro de un ratico.
El otro segador obedeció, resignándose a esperar algún tiempo para el desvelo del truco que había usado su compañero. Tomó el pavo, liándolo en su chaqueta de pelcar, y se dirigió hacia el caserío dando un amplio rodeo. Al rato, el murciano también fue hacia allí, éste derechamente, tras fumarse un pito liado.
* * *
Cuando, a la noche, el resto del peonaje dormía o bailaba al son flamenco de las guitarras, después de su insulsa cena de pan, cena de la que así mismo habían participado el murciano y su amigo, éstos se encontraban bien lejos, sentados junto a una fogata observando el burbujear del agua que hervía en un balde de metal abollado y con algunas pérdidas en sus juntas.
-Bueno, cuéntame ahora cómo lo has hecho -le pidió al murciano el otro.
-Ahora, ahora...; no tengas priesas.
No reveló su secreto el de Murcia hasta que el ave no estuvo totalmente monda y lironda, tras hervir en el agua. Llegaba el momento de partir religiosamente el pavo; ambos tenían mujer e hijos que alimentar, y aquella carne les vendría como una bendición celestial.
-Bueno, querías saber cómo lo he hecho... Pues ahora verás -sacó una navaja albaceteña, de cinco muelles o esclates solamente, y cercenó el cuello del ave después de de habérselo tanteado, eligiendo el lugar para realizar el corte. Tomó algo entre el pulgar y el índice de la mano derecha y se lo mostró a su colega.
-Mira.
-¿Qué es eso? -cogió aquello el compañero sin entender todavía. Lo que fuera, tenía jirones de la carne y sangre del pavo-. ¡Ay!, ¡me ha pinchado!
-Claro, te ha picado -rio el murciano-; ése es el bicho que causa la enfermedad del alfilerillo.
El otro lo miró ahora detenidamente, limpiándolo a conciencia.
-Un alfiler... pinchado en un grano... de panizo -se dijo lentamente el peón- ¿...? ¡Ahora lo comprendo!... ¡Ja, ja, ja! ¡El alfilerillo!... ¡Ja, ja, ja..., pobre patrón!... ¡Qué tonto!... ¡Ja, ja, ja! ¡El virus del alfilerillo!...
Las risas y carcajadas de los dos hombres se estuvieron escuchando durante mucho tiempo en la clara noche estrellada del estiaje caduco.
* * *
No fue aquélla la única ocasión en que el virus del alfilerillo causó estragos entre el averío de la hacienda: dos días más tarde actuaba de nuevo. Y sobre una media de dos días más o menos, tornaba a caer una nueva ave víctima de tal enfermedad ignota. El patrón no disponía de tiempo para hacer que se personase un veterinario para ver si se podía hacer algo para cortar aquella lenta matanza en sus animales de corral. No fue preciso al cabo: la siega terminó y los peones inmigrantes camperos se marcharon hacia otros lares; la epidemia del alfilerillo se acabó al irse ellos. El patrón suspiró cuando observó que ya no se registraban nuevas muertes, y pensó: Si ya lo decía yo, que esa gente trae todas las enfermedades consigo.
Dos carretas, dos familias, se despedían en un cruce de caminos. Un cabeza de familia alababa el ingenio y la picardía del otro. Por algo murciar viene de Murcia.
Fin
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Obra de José Ruiz DelAmor
Relato premiado con un accésit en el XXX Certamen Literario de Bargas (Toledo) 2008
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