LA MEADA DEL ERIZO
No hay camino tan llano
que no tenga algún tropezón o barranco,
dijo un sabio afamado;
claro, que también era cojitranco.
La excavadora iba arrojando paladas de tierra al foso por el cual se deslizaba serpenteando la gruesa tubería que daría vida a una ínfima, aunque no por ello despreaciable, parte del agreste campo cartagenero. A pesar de ser tan sólo las diez de la mañana, el sol apretaba de firme, escarcuñando una gota de agua en la reseca tierra; quizá tratando de impedir que llevásemos a cabo el sistema de irrigación de aquellos terrenos: la Naturaleza siempre se muestra celosa de la intervención del hombre en su obra, casi perfecta.
Sistemáticamente, la pala cubría la sima de 2 metros y medio de profundidad. Yo avanzaba por delante, armado de un azadón de buen tamaño, cubriendo tenuemente con unas paletadas de tierra las partes centrales de los gruesos tubos, en evitación de que la caída de una roca, al cubrir la máquina todo el foso más tarde, los pudiese fracturar, con el consiguiente engorro de tener que cambiarlo al comprobarse posteriormente, cuando corriese el plasma acuoso por la vena principal del sistema de tuberías, la pérdida de agua por su evidente afloramiento a la superficie. La pala excavadora era actuaba veloz, su director conocía bien su trabajo; tenía que esforzarme mucho para mantener una distancia prudencial para mi seguridad entre ella y yo. Mi labor era doblemente dura a causa del calor; no soplaba ni la más ligera brisa.
Me disponía a echar un nuevo “punto” en el centro de uno de los tubos, cuando vi sobresaliendo bajo él una especie de pelota espinosa y polvorienta. Me descolgué al fondo del foso ayudándome de los brazos y tomé con delicadeza la bolita erizada de púas entre mis manos que, al contacto, se removió y enhiestó aún más las agujas que la recubrían por completo. Aquella especie de acerico no era otra cosa que un erizo de mediano tamaño. Y un poco más adelante de la tubería, mejor ocultos que éste, se encontraban otros dos animalejos más.
Deposité al primer erizo fuera de la sima, y después hice lo propio con los otros dos. Estos eran de menor tamaño -tal vez machos- y se habían podido recatar mejor a mi atención, sin ellos saberlo,
para su desgracia, ya que se les habría enterrado en vida, y no creo que hubiesen sido capaces de excavar los dos metros y medio que les separarían de la superficie.
Cuando yo también estuve fuera de la grieta junto al trío erizado, le hice una señal con la mano al conductor de la pala para que se acercara. La estridencia del poderoso motor cesó, dándome la sensación aparente de haberme quedado sordo. El palista se aproximó lentamente, también el solanero le afectaba, golpeándose las perneras del pantalón de polvo plebeyo.
-¿Qué pasa, Pepe..., echamos un vale?
-No, que he encontrado unos erizos.
Se arrodilló y rozó con los dedos las bolitas espinosas. Ellas se apretaron un poco más.
-A ver... Vaya, se ve que se han caído por la noche. ¿Qué vas a hacer con ellos?
Las tres pelotas comenzaron a dar muestras de desperezo, sin duda por los efectos del ardiente sol.
-Nada, dejarles que se marchen... cuando quieran ellos.
-Será “dejarlos”.
-Bueno, pues dejarlos que se vayan.
Al poco, dos de ellos se desenrollaron y tomaron diferentes direcciones. Uno se dirigió hacia el largo foso, y, sorprendentemente volvió a caer en él.
-¡Vaya!, el sol es muy fuerte para sus ojos acostumbrados a andar sólo de noche -Antonio se echaba un vale.
Bajé al foso nuevamente y recogí otra vez al erizo, que no había recibido el menor daño afortunadamente. Volvimos junto al que se negaba a marchar, permaneciendo tozudamente prieto.
-Los voy a apartar algo más lejos para que no vuelvan a caer -dije-. Vuelvo enseguida.
Los llevé durante un centenar de metros llanura adentro, apretándolos suave contra mi pecho y los deposité a la sombra de un acebuche sarmentoso. Uno de los dos se marchó velozmente (es un decir) en dirección opuesta a la zanja. El tercero, supongo que el mismo de la renuncia anterior, se desperezaba pero no se aterminaba a marcharse, en exceso cauto.
Con un último vistazo, les deseé buena suerte y regresé a mi trabajo, al cual ya se había incorporado Antonio el palista. Llevábamos cubiertos una cincuentena más de metros de tubería cuando, en una mirada intrascendente hacia el lugar en el que dejé a los erizos, vi a un zagal, que,
armado de una estaca, golpeaba sañudo contra el suelo. Invadido por un fúnebre presentimiento, arrojé el azadón a un lado, salté la zanja y corrí velozmente al lugar.
Cuando llegué, el muchacho ya había perpetrado su obra, y me miró con semblante satisfecho. Observé la masa sanguinolenta en que se había convertido el erizo con rabía y profunda repulsión por semejante acto. Era el que no se decidía a marchar, el prudente.
-¿Por qué lo has hecho, muchacho? ¿Estás loco o qué?
-Porque son malos. Envenenan la yerba -contestó tranquilamente el chiquillo, orgulloso de su hazaña, aún con el leño en las manos para volver a golpear al erizo si daba, algo totalmente imposible, señales de vida.
Vendría a tener de doce a trece años como mucho. Su bicicleta descansaba, erguida a poco pasos, junto al camino rural próximo. En la cesta delantera iban empotrados unos libros colegiales: Matemáticas, Sociedad, Lenguaje, Naturaleza...
Naturaleza. Naturaleza muerta.
-¿Qué quieres decir con que envenenan la hierba?
Antonio también había llegado en pos de mí.
-Pos que se mean en ella y a luego se muere el ganao cuando se la come. Todo el mundo sabe eso.
El muchacho parecía sorprendido de que hubiese alguien que no conociese tal heco innegable, sabido desde el albor de los tiempos.
-¡Pero eso es una tontería!, una superstición para explicar la muerte de las ovejas por comer hierbas venenosas o por alguna enfermedad natural desconocida.
-¡Usted qué sabrá...! Más vale matarlos por si un caso. Eso me tiene dicho mi padre.
Durante algunos minutos traté de hacerle ver al chico que se hallaba en un error, que los avances de la veterinaria ya habían demostrado la falsedad de tal supuesto, que el examen químico de la orina del erizo demostraba su total inocuidad... Pero todo era en balde con él, seguía en sus trece, sin dar el brazo a torcer.
-Déjalo, Pepe; que esta gente es muy bruta. No vale la pena perder el tiempo.
Miré al chaval a su tosco rostro de piedra labrada a hachazos, al erizo ensangrentado al que sus duros capilares no habían protegido lo suficiente, a las piedras entintas en rojo y al garrote utilizado para el ajusticiamiento, a los libros inútiles de la bicicleta... y nos alejamos sin más palabras, sin adiós; después de todo el chico no era culpable más que de su propia ignorancia. Luego, fumamos los dos, reflexionando sobre la estúpida superstición humana... tan difícil de desarraigar.
FIN
Los Martínez del Puerto (Campo de Cartagena), 1978
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