domingo, 3 de mayo de 2009

LA RIADA (relato)


LA RIADA

Largo, largo como un camino
Y siempre sigue el mismo destino.

El río.
(Adivinanza)

“Hace mucho tiempo un noble anciano me aseguró que todos y cada uno de nosotros somos una amalgama confeccionada con aquello que nos ha gustado de otros muchos hombres que en nuestra vida hemos ido conociendo. Aunque él no lo definió de este modo, más bien dijo que somos como el cauce de un río que desciende de la montaña con sus aguas frescas y límpidas al que se le van sumando las aguas de otros ríos, afluentes, o riachuelos, unas veces también limpias y otras fangosas al ser aguas de lluvia en riada, unas con efectos beneficiosos en nuestra personalidad y otras, las aguas turbias sugería, con efectos contrarios, negativos para nuestro carácter. Quizá sea cierto esto, o tal vez no, pero sí puedo asegurar que las personas que más nítidamente quedaron grabadas en mi memoria fueron aquellas más extravagantes y ancianas que conocí en mi niñez. El porqué, no lo sabría decir, pero siempre me siento por ellos acompañado, en todo instante de mi vida, y sé que forman parte de mi manera de pensar y de ser. Lo cual no me molesta en absoluto.”

-Ven, vamos a ver la “riá”.
Corremos por la cuesta abajo por la Calle del Cubo, con precaución para no resbalar en el barrizal formado por el reciente aguacero caído en la tarde otoñal. No somos los únicos, ver una riada es todo un espectáculo, gratuito además, para las gentes de un pueblo en el que nunca pasa nada de consideración. Embocamos los poyos graníticos que descienden en catarata hasta el río. Ya antes de quebrar la última manzana de viejas casas, que nos permitirá ver un buen largo del río, nuestras orejas se mojan con el fragor de la arramblada. De pie, sobre la loma costanera que discurre al sesgo hasta el fondo del cauce, gran gentío apiñado en una gota; parece un jubileo; todo el mundo habla animada e insustancialmente, sin orden ni concierto.
-Es la riada más grande que se ha visto por aquí desde por lo menos veinte años.
-¡Dexagerao!
Exageración. Es mi pueblo muy dado a las exageraciones, pero creo que nadie lo es tanto como el tío Bastidas; quizá el tonto Barrenas y el tío Mantas se le acercan un poco… pero ¡quiá!, él es el más grande en el empleo desorbitado de la hipérbole desmadrada. Yo cuando menos, jamás he vuelto ha escuchar disparates tan monumentales como los que era capaz de decir sin inmutarse, creyendo él mismo en lo que decía, contagiando al público oyente con su fe en sí mismo.

(El tío Bastidas…
Vivía bastante próximo a nosotros, de nuestra casa, y sin embargo nunca tuve un verdadero trato amistoso con él. Y no era por falta de ganas mías, que las tenía en sumo grado por lo que sigue:
Era un contador de historias, un gran cuentista. Y las historias que contaba, según él decía, eran aquellas que le habían sucedido a él mismo…, y sin poner ni quitar una coma aseguraba que las contaba.
Oyéndolas, a uno no le quedaba la menor duda de que se trataba de burdas mentiras, aun cuando hubiese algo de verdad en lo narrado, pues eran de tal índole exagerados los sucesos intentaba hacer colar por ciertos, que habría que inventar una nueva definición para la hipérbole, al menos en lo que se refería a las creadas por el anciano Tío Bastidas, dado su carácter incongruente y disparatado en el arte de narrar, lo cual, por otra parte, no hacía nada más pues a las claras lo manifestaba el gran gentío que se apiñaba a su alrededor cuando se disponía a contar una de sus historias, y eso que de seguro todos los presentes ya le habían escuchado ésa y todas sus demás narraciones –no eran muchos los cuentos a los que daba expansión- en distintas ocasiones: creo que el hecho de que repitiesen es prueba indudable du su buen hacer como juglar. Un contador de historias con la habilidad lingüística inusitada de entretener a su público con el empleo de una terminología parva en recursos, incluso vulgar en su conjunto.
La suerte, que le sonreía; en todo, a tenor del éxito que obtenía en cada una de las aventuras que emprendía en sus hazañas narrativas, pues él era el protagonista de todas y cada una de ellas.)

-¡Mirar allí, qué bulto!...
-¿Será algún desgraciao que sa ahogao?
-Calla, Antonia; ¡qué cosas se te pasan por la cabeza!
-Parece un borrego…
-No, que es una cabra.
-Vosotros sí que estáis como una cabra. ¡Pos no veis que es un saco de abono!... Si hasta se le ven las letras.
Tiene razón que le sobra.
Cuando alguien descubre una verdad para los demás indistinguible todo el mundo le apoya rápidamente, no como le ocurría al tío Mantas, puesto todo lo que decía o pensaba en tela de juicio.

(El tío Mantas…
Embustero como él solo era este señor convecino mío. Sus nietos y nosotros, mi hermano y yo, éramos amigos de juegos y correrías. Ellos se
avergonzaban de su abuelo. Yo, sin embargo, sentía admiración por él.
Yo le conocí de mayor él, cuando sentado a la puerta de su casa detenía a los transeúntes para colocarles la trola del día. La cambiaba, pues si uno se repite… acabaría por no engañar a nadie. Anunciaba plagas e inundaciones, próximas o lejanas, muertes y guerras, crímenes y robos, enfermedades y leyes –todo invención de su magín-, mientras cosía pares. Entre remiendo y puntada a las alpargatas daba rienda suelta a su inquieta imaginación.
- Hoy se ha abierto la ´Tierra por la mitad. Como diga de tirar para acá la grieta, no sé quién se va a salvar. Al centro de la Tierra iremos todos a parar como no haya remedio.
Nadie creía sus mentiras, pero ante su gesto grave y adusto todos le hacían creer que tomarían buena cuenta del caso… por deferencia. Y seguían su camino sin más.
Los tiempos en los cuales el tío Mantas engatusaba a todo el mundo con su pico de oro y fluida verborrea quedaban muy lejos, en los ecos de los mercadillos de pueblo.
Ahora sus embustes eran inocentes y a nadie hacían daño.
La trola más celebrada del tío Mantas era aquella en la que proponía su particular método para “cazar” peces, bien en el mar o en las aguas de un río: él se ponía la boína con la visera mirando hacia atrás, y de esta manera capturaba los peces a manos llenas al creer éstos que miraba para el otro lado, para atrás. Imaginamos que cuando dice boína quiere decir gorra, pues ¿cuándo una boína ha llevado visera?... Pero todo era posible en él.
El tío Mantas es un hombre del ayer. Del ayer que nunca ha de volver. La almará corre que vuela y el cáñamo hace la suela.
Aunque sus nietos renieguen de su abuelo, él pasará a la historia, aunque tan sólo sea a la historia de una pequeña localidad, pues sus falsos augurios correrán de boca en boca en generaciones sucesivas convirtiéndose en chanzas populares, y las gentes dirán: “Eso hacía, eso decía el tío Mantas”. Puede parecer poca cosa, pero qué pretende el hombre si no es la eternidad en la historia, sea cual fuere.
El tío Mantas ya ocupa su poltrona entre quienes dejó alguna huella.)

El agua achocolatada se precipita corriente abajo, arroyándolo todo a su paso; acama las hierbas y los arbustos hasta desarraigarlos. Arrastra el fiero torrente toda suerte de sustancias extrañas al medio, provenientes de los basureros próximos a la cuenca del río, o del mismo cauce; aquí mismo, debajo de nosotros, a lo largo de toda la pendiente, se apilan botes de hojalata, bolsas de basura putrefacta y despanzurradas, alpargatas clocas y otros diversos tipos de calzado, viejos cestos de mimbre, botellas rotas de todas las marcas de bebidas, libros roídos por las ratas, de oraciones y vidas de santos o escolares en su mayor parte, múltiples chatarra enrobinada, muebles desgajados, y un sinfín de objetos más, que han sido cargados a lomos de la corriente para ser apeados curso abajo en un rastro de depauperado dispendio. El ímpetu arrollador del agua ha descubierto la tierra y la arena y la grava que sujetaban el paso, un tablón estrecho y cimbrante a modo de pasarela rústica, y no de una sola pieza, sino formado con diversas tablas de distintas maderas, y la corriente lo ha abrazado como tabla de salvación; en un par de días, cuando sea practicable, ya se habrá construido otro paso, tan inseguro como su antecesor, ¡qué duda cabe!
Dos ríos cercan a mi pueblo, Cehegín, que discurren por sus costados, el Quipar, un poco más apartado que éste, el Argos. Nosotros, mi padre tiene algunas pocas tierras junto a la orilla de uno y otro río, lo cual, cuando voy a aquellos bancales, siempre me ha parecido algo maravilloso, pues el río, aun cuando lleve tan poco agua como éstos traen en su curso, es una fuente inagotable de descubrimiento para un niño curioso como yo. Aunque la mayor parte de la tierra de que es dueño mi padre se encuentran en el curso del río Argos, un día o dos a la semana le toca a la poco más de una arroba que se encuentra yendo hacia la pedanía de El Escobar. Cuando pasamos el río, pues nuestra finca se encuentra al otro lado, hemos de pasar inevitablemente junto al “cabecico Ruenas”.

(El tío Ruenas…
Lo del tío Ruenas era un apodo, una tergiversación de su verdadero nombre. Se apellidaba Ródenas, que por un proceso natural de transformación debida al dialecto murciano le quedó en Ruenas para el vulgo.
Aunque de menguada estatura, era un hombre tenaz y porfiado como pocos, que una vez propuesto un objetivo, nada ni nadie le disuadiría al abandono, aunque la empresa se le hiciese imposible o le costara la vida. Y fue este comportamiento tan terco lo que al cabo le otorgó fama, ya que no riqueza, a la postre y la prepartía de su vida.
Era menguado de estatura –claro que, según creo, todos los hombres, casi, que he conocido en mi infancia eran hombres de corta estatura: será cosa de la raza hispana- y no parecía gran cosa en ningún sentido. Pero un trabajador encomiable; yo creo que del mismo esfuerzo realizado al faenar sacaba la energía para continuar… como una máquina que no desperdiciase energía, reciclándola en sí mismo de nuevo a cada golpe, a cada movimiento, a cada grito, a cada bufido, a cada estiramiento muscular.
Toda la vida cavando en un cabezo pino a la búsqueda de los tesoros íberos, romanos o cartagineses sepultos en aquel pequeño montículo, antiguo asentamiento humano, sin sacar apenas nada. Para que a su muerte unos cómodos arqueólogos se hagan fácilmente con todo el botín de guerra sin ningún esfuerzo gracias a la maquinaria pesada. Una vida baldía con un final irónico. Aunque eso sí, como él decía, tenía razón: allí, en aquel monte minúsculo, había grandes tesoros; que se lo decía su intuición o su sexto sentido. La razón nadie se la quita: allí se hallaba la vieja ciudad de Begastri, gran enclave romano en la zona mediterránea.)

Algo distantes del resto, un grupo de niñas forman corro como pueden, dado lo abrupto del terreno, girando entrelazadas por las manos, mientras van entonando una canción pluvial como si fueran miembros de una primitiva comunidad tribal. No flotan al viento vaporosas faldas albas, ya que son ásperos abrigos, trencas o vestidos de percal lo que las cubre. Cantan sin embargo alegres.

“Que llueva, que llueva,
La Virgen de la Cueva,
Los pajarillos cantan,
Las nubes se levantan…,
Que sí,
Que no,
Que caiga un chaparrón
Que rompa los cristales
De la estación,
Y los tuyos sí
Porque son de cristal,
Y los míos no
Porque son de cartón,
Que lo digo yo… “

El canto se diluye en la distancia…
Imagino que, más arriba, en el Puente de Piedra el agua se habrá desbordado por encima del pretil, cayendo sobre la carretera. ¡Qué bien se verán los gorgotones desde él!... ¡Contemplar la vorágine de los tortuosos remolinos horadando hasta el hondo fondo del río!... Pero soy muy pequeño para que me dejen ir hasta allí.
-La casa de los Franceses se habrá llenado de agua, supongo.
-Hombre, seguro; no asoma namás que la chimenea…
Los hijos del Francés son amigos míos, pero no tengo por qué preocuparme: saben cuidar muy bien de sí mismos. En realidad no son franceses verdaderos, sino emigrantes que volvieron nuevamente a la tierra que les vio nacer, pero como hablan francés, eso sí, y tienen otras costumbres algo diferentes, pues eso. Son buenas personas aunque no sean lo que parecen. Como le pasa a Rompetech.

(Rompetech…
A este curioso personaje de Cehegín le conocí ejerciendo yo la muy servil profesión de camarero en un bar con gran solera de dicha población. Decía ser
catalán, y como tal, hablaba en dicha lengua… más o menos. Menos que más.
Rompetech, ¿de dónde es usted?
Joc sos catalá, y tu lo sab mol bé. ¿D‘acuerd, chiquet?
Sesgaba las terminaciones de las palabras castellanas como medio de catalanizarlas; eran muy escasos los vocablos de verdadero catalán que este individuo único daba muestras de conocer.
Hoy casi te lo llevo, Rompetech.
Qué va, chiquet; imayinasions que tens.
Rompetech, ¿echamos un pulso?
Era parco en estatura y escurrido de carnes, pero un coloso según él mismo. Una fuerza de la naturaleza capaz de las mayores proezas. Hércules a su lado, un auténtico saco de patatas.
¿Un puls? No me ven a mí con ess. ¿Tú no sab que yo sos el millor echat
de puls dell mon? Pregún a quin quier.
Todo aquel que le conocía se dejaba vencer al pulso contra él. Aunque se lo pusiesen difícil en alguna ocasión, solían cederle la victoria más tarde o más temprano. La broma duraba tantos años ya, que hasta el propio Rompetech creía su propia mentira: campeón mundial de pulso. Por otra parte, nadie sabía si había tal. Si costaba trabajo imaginar, viendo sus biceps mondos de músculos, que tuviera la fuerza necesaria para alzar un mondadientes hasta su boca. Los contertulios del bar se lo pasaban bomba siendo derrotados uno tras otro por aquel hombrecillo de fuerza colosal.
Su inocencia animaba la superchería entre labradores y albañiles.
Alguna vez alguien violaba la norma tácita de permitirse vencer y le llevaba el pulso, con gran facilidad por supuesto, al bueno de Rompetech. Cuando esto sucedía, el infractor era abucheado y abroncado por sus amigos y conocidos.
Huy no deb tiner un bon día. Per eso ha sid que me l‘ha llevat.
Qué va, no ha sido por eso. Es que ése le estaba haciendo trampas, que le he visto yo.
Ah, bon, así clar.
En cierta ocasión, un forastero casi le rompe el brazo al golpeárselo sobre la mesa de duro mármol. Seguidamente, entre golpe y patada, los contertulios del bar le explicaron a aquel señor foráneo de qué iba el asunto, el cual tras ser enterado jamás volvió a poner los pies por allí.
En contadas salvedades a alguien se le permitía alzarse con la victoria frente a Rompetech, que ya tenía una respuesta exculpatoria prevista.
M‘ha pillad en mala poss, que sin non, de qué me lo ib a llevar.
Rompetech morirá creyéndose un invencible titán. Los sueños son la ilusión que para vivir dan a la razón. Son sueños que son ilusión. En el Cielo estará echándole un puls a San Pedro y ¡por Dios, que le vencerá…! Y hasta al mismísimo Dios; si se deja éste, claro.)

No sólo la casa parece chapullear para acceder a la superficie, los álamos blancos de las chopeas del cauce sobresacan sus penachos enhiestos por encima de las aguas buscando el vivificante oxígeno. Los tablares que el agricultor fuera ganando en enconada lucha con el río, palmo a palmo, vara a vara, están ahora totalmente anegados, recuperados por éste en unos minutos. Las cuatro arrobas y dos o tres celemines que mi padre tiene junto al río, ya en tierras de Caravaca de la Cruz, me supongo que también estarán anegadas por el agua en su mayor parte.
-Ya dije yo que por la Sierra de Caravaca había llovido mucho, y que esto iba a pasar.
-¿Y de qué nos hubiera servido el tenerlo en cuenta, si hay cosas que no tienen apaño?
-Hombre, siempre más valdrá estar apreveníos, digo yo…
-Sí, ya; pero por saberlo, la lluvia no hay quien la pare.

Argos, el de los mil ojos,
Pollizo renovado del árbol del pasado,
Suave rodar de cantos mayestáticos,
Leve brizna de la grandeza elemental.
¡Oh tú! ¿en qué te ves converso
Cuando el efímero caudal
Cede paso a la acostumbrada parquedad?...
No, te aseguro que no suspirará,
Derramando lágrimas por ti Poseidón;
Y sin embargo, es tan exornante tu grandeza
Dentro de tu humilde cortedad…
Que tu imagen se engrandece en la historia
A pesar de tu próxima extinción,
Desaparición inevitable…,
Pero lo harán los siglos venideros,
Llorarán gotas como puños ante la fatal
Destrucción de ésta tu única vena
Que anémica aflora a tu carne.
Es inevitable:
Está escrito.

-¿De quiénes serán esas pobres criaturas?... Vaya unas estomagonas que tienen que ser sus madres para dejarlos bajar aquí sin más ni más?
-Pero si me parece que está ahí tu pequeño. ¿No es ése tu Antoñico?
-¡Eh!..., pues claro que es él. ¿Cómo se atreverá a bajarse aquí sin mi consentimiento?... Ahora verá el belitre éste.
Unos azotazos rigurosos caerán sobre el trasero tierno del infante que, junto a otros chicuelos, juega en la parte más cercana a la corriente, al final de la cuesta y del camino, en un riesgo más aparente que corrido.
El Arco de San Martín principióse a perfilar por sobre la Peñarrubia, beatificando a la montaña con su halo de misterioso colorido variopinto. El cielo se mostraba ligeramente enlloscado, en claroscuros; las nubes formaban múltiples figuras al ser moldeadas por el viento en tropajada.
-Mira, está saliendo el Arco Iris.
-¡Qué bonico es!
-Maravilloso.

(La Maravillosa…
¡Que viene la Maravillosa!...
Con esta expresión susurrante nuestros padres nos metían un gran miedo en el cuerpo cuando nos hallábamos mi hermano Juan o yo en las inmediaciones de una habitación en desuso de nuestra casa de Cehegín, localizada en el número 10 de la Calle de la Soledad. Si éramos cogidos por sorpresa en el interior de dicha alcoba, el miedo se convertía en pánico cerval.
Ignoro si este personaje vivió alguna vez en realidad o se trataba de una invención paterna para asustarnos. Era como el coco o el hombre del saco; su mención acojonaba de miedo. Era nuestra particular espada de Damocles, un fantasma casero que asustaba a los niños. De cualquier modo, para nosotros era bien real. Tanto era así, que ahora sospecho que la imagen de largos cabellos lacios blancos plateados, vieja más allá de toda edad, y toda ella de un verde pálido fosforescente, era la interpretación de mi inconsciente de lo que yo creía… debía ser aquella malvada mujer, y no como un tiempo creí la de mi abuela paterna, a quien jamás conocí, pues abandonó marido y tres hijos, mis dos tías y mi padre, él con tan sólo un año de edad más o menos, para desaparecer en la nada. El miedo que le tenía a la Maravillosa me alcanza hasta el corazón del sueño.
Anteriormente, dije malvada, y no lo dije sólo por el terror que me… que nos inspiraba, sino por la leyenda que acompañaba a su fantasma. Mi padre, según le advirtieron al comprar la vivienda, extrañamente barata, afirmaba que aquella anciana dama había dado muerte a cientos de personas que descuartizaba, y en aquella misma habitación los colgaba, tras poner la carne en salazón, como si de jamones se tratase. A familiares propios y extraños, no hacía distingos. Penetrar en aquella estancia me inspiraba tanto temor como curiosidad, sin poder asegurar cuál de las dos predominaba. No he dicho que éramos niños aún muy pequeños.
En realidad, entrar en aquel lugar no me proporcionaba miedo, y allí solía yo deambular sin aprensión ninguna… salvo que escuchara aquel cantar con susurrante mala intención:
¡Que viene la Maravillosa!
La frase había de ser exactamente así o no servía.
Entonces la amenaza se tornaba real y uno escapaba a todo meter a todo lo que de sí le daban las piernas.
Con mi padre no surtía efecto el cambio de papeles, era demasiado duro y estaba muy curtido en todo tipo de experiencias. Sin embargo, mi padre sí lograba asustar a mi madre, puesta en nuestra misma situación. Lamentablemente, los intentos nuestros, de mi hermano y míos, para meterle los monos en el cuerpo no surtía efecto alguno; no tendríamos dotes de convicción.
Mas en cierta ocasión mi madre subía las escaleras que llevaban a aquel salón y yo, escondido en lo alto, agazapado como un gnomo, en la oscuridad ocultadora –mi madre no precisaba encender la luz, se conocía toda la casa al dedillo-, aguardé su llegada. Cuando estaba a punto de alcanzar el último escalón, salté hacia delante como una exhalación y grité:
¡La Maravillosa!
Sorprendida por la aparición inesperada, mi madre cayó hacia atrás y luego escaleras abajo, aunque por fortuna no resultó seriamente lastimada, aunque era una veintena de escalones los que dejó tras de sí y arriba.
Mi padre deshizo entonces el mito creado alrededor de la Maravillosa, revelando que era una patraña que él mismo había ideado para tenernos a raya. Desapareció así el fantasma de Maravillas, la Maravillosa, y con ella nuestro temor. Por las penumbras del interior de mi casa no se volvió a escuchar más aquella frase fantasmal en un susurro espeluznante:
Que viene la Maravillosa…
Quién me puede asegurar que no fuera después cuando mi padre nos fue a engañar, al negar una verdad. La respuesta se oculta en la penumbra ominosa de una habitación con marcas de posters taurinos por las paredes y gruesos clavos del techo de los que se utilizan para colgar jamones… u otras cosas.)

-¿A que no os sabéis ninguno los colores que tiene?
-Yo… Yo me los sé.
-Yo también los sé: negro, azul, verde, blanco, colorao, amarillo, marrón… y lila.
-¡Has dicho ocho, y son sólo siete!
-Es lo mismo, los tiene todos. ¿O no?
Negro como la bruneta, blanco como la carta, azul como el mar, verde como la yerba, rojo como la granada, amarillo como el sol, marrón como las montañas, lila como las violetas…
“Mama, ¿de dónde vienen los niños?
Pausado silencio. Carraspeo.
Puesto a recordar detalles que arrojen alguna luz sobre mis orígenes, lo primero que me viene a la memoria es la sorna que se traían mi madre y mi padre, juntos o por separado, al respecto de mi nacimiento.
¡Anda ya!, si tú no eres hijo nuestro, que te recogimos en el mar cuando ibas en un cesto y estabas a punto de ahogarte.
Esto podía resultar bastante cruel para decírselo a un niño de sólo cuatro años Y así resultaba ser en aquella época el carácter travieso de mis progenitores, o casi.
La broma aun se me ofrecía con sutiles variantes que aun aportaban mayor confusión a mi entendimiento.
Bajabas por el río Argos durante una riada metido en un cesto de mimbre y te recogimos porque nos dio pena; si no, te hubieses ahogado.
Por lo tanto, mis verdaderos padres habrían de ser de Caravaca de la Cruz, como poco, seis kilómetros más arriba siguiendo el cauce del río, o de otro lugar aún más alejado.
¿Y qué padres habían de ser los míos, que abandonaban a su triste suerte a un hijo recién nacido en las turbulentas aguas de una avenida pluvial. ¿Cómo podía haber padres así de desaprensivos? Costaba trabajo creérselo, pero así debía de haber sido, puesto que mi padre no mentía nunca; un padre no le miente a un hijo, claro que si quien yo creía que era mi padre en realidad no lo era, entonces… Más y mayor confusión.
“Pues verás, hijo: a ti te recogimos tu padre y yo cuando bajabas por el río metido en una cesta de mimbre, en una riada muy grande que hubo en la primavera del año 59, cuando tú naciste… En el Puente de Piedra, cuando ibas a pasar por debajo de los arcos, te recogió a duras penas tu padre.”
¿Era posible aquello? ¿El azar o el destino simplemente conducían a una frágil embarcación de mimbre a los brazos de una pareja que aguardaba, ojo avizor, en la orilla?... ¿Así de fácil?... ¿Quiénes ponían las cestas sobre las aguas del río?... Y qué hacían todas aquellas personas mirando imperturbables las olas embravecidas; ¿acaso no deseaban tener más hijos?... Quizá yo me dejaba engañar por las apariencias y en realidad estaban ojeando por entre las bambollas de las aguas para recoger alguna cesta viminal, contrariando así su aparente impasibilidad. Claro que, primero, habría que ver una. Muchas preguntas para ninguna respuesta… ¿Quién determinaba qué personas, qué bebes bajarían en las riadas y quiénes lo harían de otro modo, con la cigüeña por ejemplo?... ¿Dios?
Por entre las olas flotaban en tumultuoso caos objetos de plástico y enramadas y cañas, que momentáneamente era cubiertos por el oleaje poderoso; pero ninguna cesta de mimbre. Mi imaginación infantil se vio asaltada por dramáticas escenas de estos cestos viminales, pañales blancos salpicados de barro y tiernos bebés llorosos naufragando en la violenta corriente del río. ¿Cuántos lograrían sobrevivir a aquella aciaga odisea?, ¿cuántos quedarían sepultos bajo el cieno, destrozados sus cuerpos mollares en las aristas rocosas?... Casi se podían escuchar sus gritos desgarrados.
-¡Ay!
-¿Conque estás aquí, eh?... ¿Quién te ha mandado que bajes al río?... Tira para arriba, que eres más malo que los mixtos de trueno. ¡Habráse visto el crío éste!
La causa de mi grito, pues era yo quien había gritado, no había sido otra que la caída inclemente sobre uno de mis hombros de la zapatilla derecha de mi amantísima madre. Posteriores zapatillazos indiscriminados sobre la cabeza, la espalda y el trasero, me indujeron a tomar rumbo a todo correr turbio; subí la cuesta hacia mi casa soportando firmemente la dura prueba a que era sometido mi orgullo varonil de cuatro años, por mor de las risas de niños y niñas presentes. Atrás quedaba el resto de gente acechando las aguas, la riada siguiendo su curso. Yo ya no podría ver una cesta de mimbre y a su infantil nauta dirigiéndola por lo menos en esta riada. Por lo menos en ésta.
Ya veríamos en la siguiente riada.

FIN

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