EL BOSQUE ENFANTASMADO
Las aguas, al reunirse, cubrieron carros,
caballeros y todo el ejército del faraón,
que habían entrado en el mar en seguimiento
de Israel, y no escapó uno solo.
(Exodo, 14, 28)
El perro husmeaba por entre las atochas seguido de cerca por los dos hombres, pendientes de todos
sus movimientos. Uno de ellos, armado con carabina de precisión y vestido con apropiada ropa de
camuflaje de color verde mustio a rodales terrosos, sombrero símil y botas relucientes, demasiado
para el propósito incluso, de cuero marrón, ornaba su pulcro afeitado con un fino y cuidado bigote
de guías caídas; el otro, cargado con el resto de los apechusques cinegéticos, al contrario, vestía
chaqueta parda ajada sobre camisa de percal sin cuello, pantalón de pana marrón y faja negra al
cinto, tocada la cabeza por una boina capada y la base por unas traídas esparteñas, cubría su ajado
rostro una rala barba, terrosa y amugroñada.
-Paece que ha encontrao algo, señor Conde -dijo éste último.
-Ya lo he visto, tío Juan, ya lo he visto -contestó con hastío el elegante.
El can parecía ahora más nervioso, había aumentado la velocidad de sus movimientos y su, breve
y atractiva, cola se agitaba sumamente excitada.
-Venga, tío Juan, vamos a colocarnos en buen ángulo... que no se nos vaya a escapar ahora esta
pieza.
Se situaron cerca de la ladera de la planicie sobre la cual se hallaban a instancias del llamado tío
Juan, considerando éste que desde tal posición evitarían que la presa huyese cuesta abajo, fuera de
su campo de visión.
-ソQuié usté que tire yo tamién, señor Conde?
No era apreciable en la entonación de las palabras del lugareño el menor rastro de la ansiedad
propia de un cazador; era su espíritu de lacayo quien deseaba mostrar su buena disposición a
colaborar en la empresa, en provecho de su amo.
-Síii..., tío Juan, tire usted también -concedió el conde de mala gana. Hablaban quedo por hábito
ante la cercanía presentida de la presa a cazar.
Aguardaron a que la pieza perdiese los nervios y se echase fuera de las espesas atochas que la
celaban; ya se tardaba lo suyo no obstante.
-。Vrigile osté bien por tuiscas partes, señor Conde, que ande menos se piensa salta la liebre! -
advirtió el tío Juan a su amo y señor.
Las palabras voluntariosas del campesino, lejos de serle agradecidas, como tantas y tantas veces,
ahora también tuvieron la virtud de irritar al prócer.
-。Cállese..., cállate, tío Juan! A mí no me hacen falta consejos. De nadie... Y muchos menos
tuyos.
。Decirle a él, experto en mil peligrosas cacerías por las selvas africanas un labriego lo que debía o
o no hacer...! 。Habráse visto la desfachatez del palurdo gañán!
Al pronto, el can se inmovilizó cual una estatua de granito frente a una tupida atocha semi
acamada.
El signo era inequívoco para los dos hombres: la pieza estaba casi descubierta.
La aparición de la oculta presa no se hizo esperar más. Del raigón más próximo al chucho estático
surtió una especie de rayo peludo de largas orejas puntiagudas.
-。Es una liebre, señor Conde!
El señor conde no atendía al comentario, por lo demás innecesario, del tío Juan. Con el rifle de
mira telescópica que hubo tomado del hombro de aquél previamente, seguía la veloz carrera de la
liebre, esperando el alineamiento propicio para abatirlo; no le agradaba el desgaste superfluo de
cartuchos: él mataba al primer disparo. Siempre. Siempre que mataba.
El tío Juan imitó a su amo echándose la escopeta de menor calibre y precisión al rostro, y esperó
humildemente a que el conde disparase. Sólo en caso de fallar éste, dispararía él. Ya le había
enterado a su señor con su larga experiencia de vida campestre que a los conejos y, sobre todo, a
las liebres, hay que matarlos antes de que tengan tiempo de correr mucho, que si no se les endeña
la sangre y, después, es peligroso comer sus carnes envenenadas. Pero el conde hacía oídos sordos
a todo lo que procediese de un inferior social; no había nacido, en realidad, ni nacería nunca la
persona que viniese a decirle a él qué tenía o no qué hacer y cómo y cuándo; seguir un consejo,
hubiese representado para él someterse al criterio de una mente superior a la suya, algo a todas
luces inaudito, el reconocimiento de su propia ineptitud, y... 。eso nunca! Así pues, y siguiendo su
dictatorial sentido crítico, el conde, en opinión del tío Juan, había dejado ya correr demasiado a la
liebre, y su sangre estaría plagada por gran cantidad de toxinas venenosas; la carne ya no serviría
para el alimento de seres humanos.
La liebre hendió la pequeña meseta y se deslizó por el raiguero abajo, con la segura rapidez de
quien sabe hacia dónde se dirige; salió al descampado, y marchó como una bala hacia una isleta de
pinos que brotaba destacadamente en medio del despoblado campo.
El conde disparó al comprender la maniobra evasiva del roedor; si lograba internarse en el tupido
bosquecillo de pinos conseguiría un resguardo bastante seguro, una relativa salvación. El disparo
no tuvo efecto alguno sobre la marcha del mamífero, antes bien, sirvió como acicate para que éste
incrementara su marcha. Se elevó una diminuta estela de polvo blancuzco tras de la liebre. Nada
más.
Disparó su segundo cartucho con el mismo resultado fallido, y una décima de segundo más tarde
atronó el bramido de la vieja escopeta del tío Juan. La liebre hizo una especie de cabriola y pareció
ir a caer, pero sin embargo continuó su carrera, aunque con mayor lentitud, hasta lograr perderse en
el interior del prieto arbolado del bosquecillo de pinos.
-。Le he dado, le he dado! -exclamó alborozado el prohombre, sumamente orgulloso de su gesta
insignificante.
Todo había sucedido en un breve lapsus de tiempo.
El tío Juan le miró con el falso orgullo hacia las proezas ajenas que conllevan unos posibles
beneficios para quien rodea al héroe. Cuando el conde hubo errado su segundo y último disparo, él
hizo el suyo con cierta precipitación que le impidió afinar bien la puntería. Aun así, todo había
salido a pedir de boca: el conde creía, o quería hacer creer que creía, que fue su cartucho el que
hiriera a la pieza, y esto era todo lo que deseaba el tío Juan de aquellas circunstancias: permanecer
siempre por debajo de su superior para no incurrir en su ira.
Las posteriores ojeadas que su amo le lanzó, hicieron comprender al labriego que le recriminaba
por su acierto. Quizá, sin duda, hubiese preferido que la liebre escapase ilesa antes que verse
humillado -según él, claro- por su sirviente. Si se cobraba la liebre se vería pronto que las postas
pertenecían al menor calibre del arma del tío Juan. Pero eso no podía suceder: no podremos cobrar
la pieza, pensaba el tío Juan, con buenas razones para creerlo así. Es imposible... Podía estar bien
tranquilo.
-。Llama al perro y vamos abajo! -ordenó el conde dejando en brazos de su subalterno el arma y
echando a andar pendiente abajo.
El anciano rural sintió una punzada de aprensión.
-。Pulgas, ven aquí!
El perro acudió con presteza subiendo la cuesta que hubo salvado yendo en persecución de la
montaraz liebre. Pasó junto al noble, y trotó a las haldas del viejo hombrecillo en seguimiento del
amo y señor de ambos.
-。Señor, señor...! -casi imploraba el tío Juan al poco, tratando de dar alcance al conde. Sus peores
temores parecían confirmados.
El blasonado personaje se revolvió casi con fiereza salvaje hacia el rostro perplejo del importuno
paleto.
-ソ。Qué!? -repuso con sequedad suma.
-Señor, señor... ソno irá usté a meterse en ese fosque, verdá? -interrogó ingenuamente el tío Juan,
acercándosele tímidamente. Al perro de caza se le veía inquieto.
El conde entornó los ojos, llameantes de enojo por la exasperación que le producía aquel a quien
consideraba un energúmeno. Qué majadero era el individuo al considerar a aquellos cuatro pinos
un bosque.
-ソDe quién es ese bosque? -le espetó en la cara al campesino como quien escupe al rostro de su
enemigo.
-Suyo y muy suyo, señor Conde... Pero es que resulta que no se pué dentrar ai adentro.
-。Cómo que no puedo entrar ahí!... 。Yo entro donde me da la gana! -El aristócrata no estaba
dispuesto a transigir lo más mínimo. -Me gustaría saber quién es el guapo que me va a impedir
entrar.
-Es que... verá osté, señor Conde, ese fosque está visibilao -afirmó el campesino como si tal hecho
no admitiese réplica alguna.
-。Qué!...
-Sí, señor Conde. Que está henchizao, enfantasmao, y el que entra ai ya no vuelve a salir en jamás
de los jamases pa insécula seculera. Toos los de por aquí lo saben de cierto que es asín. -La cosa
no podía estar más clara.
El conde se sonrió. 。Al fin! Ahora se le presentaba en bandeja de plata la oportunidad de
demostrar su superioridad a este estúpido patán que siempre le andaba humillando, aunque fuera
sin querer, con su conocimiento empírico del campo. Se enteraría.
-Aun así, yo voy a entrar a cobrar la maldita liebre -se expresó ahora calmosamente el conde.
El tío Juan se alarmó. Lo veía venir.
-。No entre a por la liebre, señor Conde, que no va a poder salir!... Mire osté, que la prudencia no
está reñía con el valor -refraneó sentencioso el simple como si fuese su vida la puesta en un mal
trance-; que hoy semos y mañá no; y el conde honrao, la pata quebrá y en casa; que es mejor no
menear el arroz manque se pegue; que tan presto se va el cordero como el carnero; no vaya usté a
dir por lana y se venga trasquilao, o lo que es pior, que no se venga; que bien se está San Pedro en
Roma, ya que...
-。Calla ya con tus refranes y consejas de viejas y no me importunes más!... Si tanto miedo tienes,
puedes quedarte aquí, a salvo, como los cobardes. Supersticioso del diablo... 。Pulgas, vamos!, 。ven
aquí!
El perro rastreador dio unos tímidos pasos hacia el conde, pero se detuvo repentinamente y tornó
a cobijarse entre las piernas del rústico anciano.
-。Ah, conque tú tampoco quieres venir!... Te han contagiado la cobardía...。Pues bien!, está bien;
iré solo.
Sin más se encaminó derechamente hacia el sotobosque, portando su moderna carabina bajo el
brazo, vuelta a coger de manos del tío Juan, el cual hacía un último y desesperado intento para
disuadir a su señor de realizar tal acto de locura, tamaña temeridad como era la de penetrar en el
menguado bosquecillo.
-Señor... -rogaba el senil-, que más sabe el necio en su casa que el cuerdo en la ajena; vea que el
que la lleva la entiende y el que la sabe la tañe, que...
El conde se volvió y le gritó al tío Juan haciéndose bocina con la mano junto a la boca:
-No se preocupe, tío Juan, que esto... más que un bosque es un bosquejo.
Satisfecho se sonrió para sí mismo de su ingenioso humor, a sabiendas de que el hombre de
campo carecía de sentido del humor. Este continuó instando a sus amo para que cejase en su
descabellado empeño, pero ya el conde había alcanzado las estribaciones del soto, probablemente
dejando de oírle.
Quien necio es en su villa, necio es en Castilla, se dijo el tío Juan viéndole entrar en el tupido
seto y perderse su figura estirada por entre los árboles y la espesa maleza que crecía profusamente
por todo el terreno arbolado.
La primera impresión que recibió el osado conde fue la de inmensa profundidad; mostrábanse tan
prietos los pinos carrasqueños, que resultaba de todo punto imposible vislumbrar al través de los
troncos el páramo que, sin duda alguna, se extendía tras de ellos. Después de salvar los abundosos
matorrales de la periferia del bosque, donde se mezclaban la jara y el tomillo, el lentisco y el
romero, el junco y el madroño, la coscoja y el tojo, y diversos otros tipos de plantas propias de
diferentes biotopos, la mayoría opuestos, los pinos, sólo los pinos; estaban tan juntos, que le
resultaba difícil al noble cazador moverse con comodidad.
Esto es más grande de lo que parece desde fuera. Sólo con la madera de estos pinos tengo aquí
una verdadera fortuna. Me reportará unos pingües beneficios su venta. 。Y todo estaba aquí...,
olvidado, dejado de la mano de Dios!
Se había desentendido totalmente de la pieza que entrara a cobrar, absorto en el cálculo de la
recién descubierta riqueza maderera que se le mostraba magnificente a sus ojos asombrados. No se
escuchaba ni el gorjeo de los pájaros ni el rumor del viento entre los árboles; arriba, las copas se
extendían a lo ancho, oscureciendo el seno del bosque. Pero el conde no reparaba en estos nimios
detalles, y de haberlo hecho, no les hubiese concedido ninguna importancia; su carácter se habría
impuesto.
Así que continuó recorriendo tranquilamente aquel aparentemente pequeño bosque de nada,
aquella isla nemorosa de escasa extensión naúfraga en la inmensidad del páramo desértico ibero.
Sus cuentas aumentaban el beneficio a medida que sus pasos progresaban por el terreno boscoso.
Tardó, pero al fin cayó en la cuenta. Aquí hay algo raro; esto no es normal. Una punzada de
aprensión le hizo detenerse. Se volvió hacia el lugar por donde entrara: árboles y más árboles. Sólo
troncos resinosos a todo lo que le permitía alcanzar la vista. Y maleza, mucha maleza. Incluso le
parecía que no era tanta cuando él entraba. Esto no puede ser; no es posible. ノl juraría que sólo
había caminado una veintena de pasos por el interior del soto, no obstante, el páramo desnudo le
parecía tan remoto como el lado opuesto de la Tierra. Aquello no era lógico, qué diablos. 。Dios
mío!...
Apresuradamente y con el corazón encogido de temor, regresó sobre sus pasos... Era dificultoso
sin embargo el regreso: la abundante espesura se lo dificultaba. Se veía obligado a dar grandes
rodeos para sortear los grandes matorrales que parecían avanzar y crecer, como adueñándose de
todo el espacio disponible. Al cabo de un largo rato, continuaba sin vislumbrar claridad libre de
arbolado.
No puede ser. Si ya llevo andando más... andado más camino del que hice para entrar. Y estos
pinos no parecen ir a acabarse nunca... ソQué pasa aquí?...
Corrió, corrió cada vez a más y mayor velocidad, a pesar de su pánico creciente. En un topetazo,
un encontronazo con el tronco de un pinato perdió la carabina, pero siguió corriendo, torpemente
debido a la estrechez dejada por los árboles, haciendo caso omiso de la pérdida del arma. Se le
sucedían los troncos en monótona secuencia pero nunca se distinguía la luz del espacio abierto
anhelado; parecía estar oscureciendo paulatina y lentamente dentro del soto... aunque 。sólo eran
las ocho y media de la mañana!... fuera. Eso era fuera. Aquel era otro mundo. Ahora lo veía. Los
desconchados troncos de los pinos se alargaban al infinito en altura, alejándose sus copas de la
visión del hombre.
Sin cesar de correr, el conde comenzó a gritar histéricamente... mientras el verdor se expandía
como la clara de huevo, anegándolo todo, invirtiendo claustrofóbicamente la realidad de un
espacio abierto por la lobreguez de un sótano subterrenal de aire húmedo y frío.
Fuera, el tío Juan creyó percibir unos gritos de socorro, pero esta sensación sólo duró un momento;
luego, nada. Lo achacó a un desvarío de su imaginación.
Miró al temeroso perro, acurrucado a sus pies, que, como él, mantenía la vista fija en el grupo de
de árboles cercanos.
-Hala, vámonos, Pulgas; que aquí ya no tenemos namás que hacer. El Señor tenga misericordia de
su alma -dijo. Y persinándose, dio la espalda al bosquecillo, seguido de cerca por el perro, ahora ya
más alegre.
Cuando se perdía la figura del tío Juan al otro lado de la loma, en dirección al gran caserío...
propiedad del ex conde, unos matorrales del borde de la isleta arbolada se agitaron. Con un ágil
brinco, una liebre surtió al terreno despejado, y, luego de unas miradas asustadas en semicírculo,
trotó con vigor inusitado, perdiéndose su grácil forma en la extensa llanura castellana árida y
semidesértica. De haberla podido ver el tío Juan, habría jurado sobre la Santa Biblia que se trataba
de la misma liebre que él hirió con su escopeta.
FIN
*
Obra de José Ruiz DelAmor
Relato finalista en el Certamen...
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